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Familia ahogada dejó un origen humilde en El Salvador

30 de Junio 2019

SAN MARTÍN, El Salvador (AP) — Julia Pérez se gana la vida vendiendo pupusas _repostería tradicional de El Salvador_ a los residentes del barrio Altavista, quienes se levantan antes del amanecer para tomar el autobús que los lleve a sus trabajos en la capital del país, ubicada a unos 20 kilómetros (12 millas) de distancia.

Uno de sus clientes frecuentes era Óscar Alberto Martínez Ramírez, quien llegaba en motocicleta acompañado de su pequeña hija, Valeria, para comerse rápidamente uno de sus deliciosos bocadillos o pedirlos para llevar.

Eso fue hasta que el padre y su hija se ahogaron esta semana aferrándose el uno al otro mientras intentaban cruzar el río Bravo para llegar a Texas, una tragedia captada en una desgarradora fotografía que ha provocado indignación mundial.

“Me impactó, se me salieron las lágrimas cuando me enteré”, dijo Pérez. “Primero vi las imágenes y no sabía que eran ellos; qué tristeza ver eso. Después supe que eran Oscarito y Valeria”.

El vecindario del que salieron Martínez y su familia es una comunidad humilde desde donde muchos salen diario a trabajar a San Salvador, y sólo los ancianos y los niños permanecen ahí el resto del día. La notoria pandilla de la Calle 18 tiene presencia en la zona, aunque los residentes afirman que la violencia y la extorsión han disminuido.

Pero la pobreza y el desempleo persisten, y un sacerdote local calcula que la tercera parte de su congregación ha salido del país desde 2015, aventurándose en el peligroso trayecto hacia Estados Unidos.

“Para nosotros aquí en Altavista, esta realidad de migración no es un tema desconocido”, dijo el padre Manuel Lozano. “Todos tenemos muchas personas que se han ido… No quisiéramos que nadie se expusiera, pero la gente nos sigue diciendo: ‘me tengo que ir, tengo que viajar’”.

“He visto familias enteras irse”, añadió Lozano. “Las ultimas fueron 14 personas, una sola familia, que emigraron a los Estados Unidos, y luego jóvenes, muchos que se van y la gran mayoría exponiéndose al peligro”.

Se calcula que unas 130.000 personas viven en Altavista, un vecindario que se extiende por tres municipios, incluido San Martín. La mayoría de la gente vive en casas de una planta y dos recámaras con una combinación de cocina, sala y comedor, y cuyo costo aproximado es de 10.000 a 15.000 dólares.

Con los primeros rayos del sol se puede ver a las personas caminar a toda prisa para no llegar tarde a su trabajo en otro lado, algunos de ellos agarrando de la mano a sus hijos para dejarlos en la escuela.

“Aquí en Altavista, como creo que en el resto de El Salvador, vive gente trabajadora, gente con ilusiones, personas que en su gran mayoría son empleados. Personas como casi todos los salvadoreños que viven con un poquito de paranoia, preocupados por la inseguridad”, señaló Lozano.

El Salvador es uno de los países más peligrosos del mundo. La tasa de homicidios se ha reducido casi a la mitad, de más de 100 por cada 100.000 habitantes hace unos años, pero sigue siendo elevada con unos 50 asesinatos por cada 100.000 habitantes el año pasado. Es un promedio de más de nueve homicidios diarios en un país con alrededor de seis millones de personas.

Pero en Altavista las cosas han estado relativamente en calma últimamente. Varias personas confirmaron la presencia de grupos del crimen organizado en las cercanías, pero la mayoría de las personas pueden continuar con su vida sin ser molestadas.

José Ovidio Lara, de 23 años, llega todos los días a una esquina a vender pan francés en una canasta montada en su bicicleta. Asegura que nunca lo han molestado, ni siquiera para cobrarle una cuota de “renta” que las pandillas a menudo exigen a los comerciantes, a los que amenazan de muerte.

“No, nunca me han pedido”, declaró Ovidio. “Y no tengo para darles”.

“Este lugar antes fue terrible, pero hoy se vive en paz”, reconoció Pérez, quien ha vendido pupusas por 15 años, de las 5 de la mañana a las 11 de la noche. “Mentiría si le digo que me molestan las pandillas. No, no me cobran renta”.

Incluso con la situación en calma, Martínez, de 25 años, y su esposa Tania Vanessa Ávalos, de 21, que habían estado viviendo en casa de la mamá de él, aparentemente sentían que con sus sueldos como empleado en una pizzería y cajera de un restaurante nunca iban a poder comprar una de esas modestas residencias.

Fue ese sueño, el de ahorrar dinero para una casa, el que impulsó a la familia a emprender el trayecto hacia Estados Unidos el pasado 3 de abril, según la madre de Martínez, Rosa Ramírez.

La joven familia llegó el pasado fin de semana a la ciudad mexicana de Matamoros y de inmediato se dirigió al puente que lleva a Brownsville, Texas.

Ahí, Xiomara Mejía, una migrante hondureña, les explicó que los recién llegados no podrían anotar sus nombres en la larga lista de familias que esperan para solicitar asilo en Estados Unidos hasta el lunes.

“Yo les noté a ellos muy nerviosos, asustados”, dijo. “Tenían pánico en su rostro”, dijo Mejía, quien llegó acompañada de su esposo y sus tres hijos el 8 de mayo y aún estaban a la espera de presentar su solicitud de asilo ante el gobierno estadounidense.

“Ellos me dijeron, ‘¿Usted no ha intentado cruzarse el río?’”, comentó Mejía. “Nosotros les decimos que no, por los niños más que todo. Yo no sé nadar y mis hijos sí, pero de igual manera no lo voy a arriesgar”.

Después de la charla, Martínez y Ávalos dijeron que volverían el lunes.

“No pensé que iban a tomar la decisión de cruzar el río”, dijo la hondureña.

Pero el domingo, no muy lejos de ese puente, la familia cruzó una popular senda para ir en bicicleta y correr y descendió por una pendiente a través de la maleza hasta la orilla del río Bravo.

El río no parece ancho en esa zona, tal vez unos 15 o 25 metros (cerca de 20 o 30 yardas), pero la corta distancia oculta los riesgos de la rápida corriente.

Martínez cruzó primero con Valeria, la dejó en la margen opuesta e inició el trayecto de regreso para ayudar a su esposa. Pero, asustada, la niña se lanzó al agua para ir detrás de su papá, y mientras él se esforzaba por salvarla, ambos fueron arrastrados por la rápida corriente.

Sus cuerpos fueron recuperados el lunes en la mañana y se prevé que sean enviados, junto con Ávalos, a El Salvador.

A los activistas migratorios les preocupa que las personas se vean forzadas a correr más riesgos por las recientes políticas estadounidenses, como la “dosificación” que reduce drásticamente el número de migrantes a los que se les permitirá solicitar asilo, o la de enviarlos a México para que aguarden ahí a que se procesen sus casos, lo que podría tomar meses, e incluso años, debido a los retrasos en las cortes migratorias de Estados Unidos.

México también ha reforzado sus medidas en el combate a la migración debido a la presión ejercida por Washington.

El presidente Andrés Manuel López Obrador dijo el jueves que México tenía un plazo de tres meses para lograr controlar el flujo de migrantes centroamericanos, y que el país está registrando avances.

“Pensamos nosotros que vamos a lograr atemperar el fenómeno migratorio. Lo tenemos que hacer”, dijo el mandatario. “Tenemos un plazo, que es el 10 de septiembre, que son los tres meses, pero vamos bien”.

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Sherman informó desde Matamoros, México. Los periodistas de The Associated Press Mark Stevenson y Peter Orsi en la Ciudad de México contribuyeron con este despacho.

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