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Los primeros cien días de gobierno de Donald Trump han dejado una advertencia inocultable: el virus de la autodestrucción del sistema político de Estados Unidos. O, si se quiere, la protesta liberal le ha quitado al gobierno estadounidense la máscara de representación del faro de la libertad, la democracia y el paraíso.
La victoria de Trump en las urnas está siendo minada en las calles, pero a costa de destruir las reglas de la democracia.
El grito liberal de “no es mi presidente” ha resquebrajado la autoridad del poder imperial de la Casa Blanca. Las protestas contra la segregación racial y contra la guerra de Vietnam no rompieron el consenso social básico de reconocimiento de los titulares de las instituciones.
Trump quebró el acuerdo fundamental de la alternancia liberalconservador; pero lo más grave para Trump, el Partido Republicano y el sistema político es la ruptura de la cohesión conservadora porque Trump no representa al conservadurismo retórico y filosófico, sino que llegó con una agenda tradicionalista que responde más a los preceptos de los puritanos que huyeron de Inglaterra hacia América por la violación de los códigos religiosos y morales.
Los principales problemas de Trump en sus primeros cien días no fueron las movilizaciones de protestas, los gritos, el autoritarismo liberal en universidades que violaron la libertad de opinión o los bloqueos de decisiones en las estructuras de poder. El verdadero problema de Trump fue la fractura en el conservadurismo en cuando menos tres grupos confrontados entre sí: el puritanismo radical del siglo XVII, el conservadurismo de los valores imperiales y el derechismo económico anti-Estado.
El equilibrio liberalismoconservadurismo era la esencia de la legitimación del poder, lo mismo en sus versiones morales de convertir al país en el santuario de los perseguidos en el mundo que el del pragmatismo imperial capaz de derrocar gobiernos y lanzar armas químicas contra adversarios ideológicos en el exterior. Trump terminó con esa coartada: la agenda de su contrarrevolución puritana tradicionalista ha mostrado el verdadero rostro del imperio: racismo, ultranacionalismo, imperialismo sin disfraz, exclusión y reversión de derechos sociales.
Los primeros cien días de Trump no deben verse en la evaluación de victoriasderrotas –del ministro conservador en la Corte suprema al rechazo al nuevo sistema de cobertura médica–, sino en otro punto fundamental: la pérdida del consenso social y democrático de legitimación del poder. Los liberales radicales quieren derrocar a Trump, aun a costa de liquidar la funcionalidad democrática del sistema político.
Los imperios han caído por guerras perdidas, pero muchos en el fondo se han terminado por rupturas en el consenso interno. Nacidos como imperio en 1803 con la compra de Luisiana como arranque del expansionismo imperial, EU aparece como un imperio sin legitimidad interna y con movilizaciones locales para tumbar al presidente en turno, y no por haberse apropiado del poder sino por aplicar un programa puritano y tradicionalista contrario a las propuestas de –en las urnas– la minoría liberal.
Trump podría ser el último presidente del imperio estadounidense: lo pueden derrocar en el corto plazo, lo van a bloquear, la polarización ideológica multiplicará la violencia sangrienta tipo Universidad de Berkeley, los grupos de poder lo bloquearán hasta la parálisis, pero con la certeza de que el liberalismo violará la democracia porque querrá imponer en las calles y en el sistema lo que no pudo ganar en las urnas.
Política para dummies: La política es lo que se encuentra detrás de la política y la política es la habilidad para saber cuál es cuál